Érase una vez una nación que fue fundada sobre principios de
libertad e igualdad. Llegó a ser una potencia mundial, la nación más poderosa de la Tierra.
Su grandeza era indiscutible. No sucedía nada en el mundo sin que ella
participara de alguna manera. Era amada y odiada a la vez. Tenía muchos amigos,
pero también se hizo de muchos enemigos. Sus poderes militar, político y económico
eran sobresalientes. Llegó a ser envidiada y sus súbditos le rendían pleitesía.
Durante más de 200 años tuvo gobernantes excelentes, buenos,
regulares, malos y pésimos. A veces tomaba decisiones equivocadas, provocadas
por impulsos, que desencadenaban guerras y tragedias por doquier. Tristemente
se dejó manipular por la avaricia y comenzó a actuar por intereses, adueñándose
de tierras que no eran suyas, despojando a quienes no podían hacerles frente y
comprando el resto de quien podían. La ley del más fuerte, el fin justifica
los medios.
Pero poco a poco, su poder fue disminuyendo y dejó de ser el
gigante de antaño. Cuando se creía que no se podía caer más bajo, que no podría
tener un líder peor que el anterior, llegó un hombre, si es que a eso se le
puede llamar hombre, con una mente retorcida y enferma . Un día, su población
se dejó endulzar el oído por este tipo sin escrúpulos, que le prometía hacerla
grande de nuevo. La gente abrió sus corazones y dejó brotar todo el odio,
amargura, rencor y demás sentimientos que había albergado por tanto tiempo.
Decidieron desquitarse con los más vulnerables, con los desprotegidos, los
pobres, los débiles, los “de fuera”. Los culparon de su declive, los señalaron
como la causa de todos sus problemas. Decidieron que debían deshacerse de
ellos, echarlos a la calle sin contemplaciones. No importaba que ellos les
hubieran trabajado por años y que hubieran sufrido mil y un abusos por parte de
sus anfitriones. Quisieron seguir el ejemplo de sus vecinos al otro lado del océano. No aprendieron de los errores de la historia. Pasaron a ser victimarios.
Se aliaron con naciones perversas y comenzaron a cavar su tumba.
Había una mujer, que si bien no era una santa, era la única
que podía frenar a ese tipo nefasto, además de que era el menor de los males si
se comparaba a los dos. La batalla fue cruenta y dura y se prolongaba la agonía
de esa gran nación. Por todos lados corrían rumores, abundaban mentiras y
ataques a traición. El hombre edificó una estatua de odio y sus seguidores le
admiraron más. Pero lo lo idolatraron cuando prometió construir un muro que
los separaría de sus vecinos indeseables del sur. En fin, llegó el día en que
se determinaría quien sería el nuevo gobernante y el nada célebre ganador fue
el hombre. La gente hizo gala de su ignorancia y estupidez, creyendo en las
palabras de este tipo. Se dejaron lavar el cerebro y cedieron ante las dulces
palabras del engañador sin saber lo que les esperaba. Sus seguidores lo defienden
a capa y espada, justifican todo lo que dice y hace. Es como si los tuviera
hipnotizados, como si los hubiera privado de su voluntad. No les importa que su nuevo líder tenga el alma negra y el
corazón podrido. Tal vez sea porque ellos son exactamente iguales.
Nadie sabe lo que pasará. Nunca había sido tan grande
nuestra incertidumbre. La historia se sigue escribiendo, pero ya no con gusto sino con
miedo y un inmenso terror.
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