Buscar este blog

miércoles, 9 de noviembre de 2016

El país de Nunca Jamás



Érase una vez una nación que fue fundada sobre principios de libertad e igualdad. Llegó a ser una potencia mundial, la nación más poderosa de la Tierra. Su grandeza era indiscutible. No sucedía nada en el mundo sin que ella participara de alguna manera. Era amada y odiada a la vez. Tenía muchos amigos, pero también se hizo de muchos enemigos. Sus poderes militar, político y económico eran sobresalientes. Llegó a ser envidiada y sus súbditos le rendían pleitesía.

Durante más de 200 años tuvo gobernantes excelentes, buenos, regulares, malos y pésimos. A veces tomaba decisiones equivocadas, provocadas por impulsos, que desencadenaban guerras y tragedias por doquier. Tristemente se dejó manipular por la avaricia y comenzó a actuar por intereses, adueñándose de tierras que no eran suyas, despojando a quienes no podían hacerles frente y comprando el resto de quien podían. La ley del más fuerte, el fin justifica los medios.

Pero poco a poco, su poder fue disminuyendo y dejó de ser el gigante de antaño. Cuando se creía que no se podía caer más bajo, que no podría tener un líder peor que el anterior, llegó un hombre, si es que a eso se le puede llamar hombre, con una mente retorcida y enferma . Un día, su población se dejó endulzar el oído por este tipo sin escrúpulos, que le prometía hacerla grande de nuevo. La gente abrió sus corazones y dejó brotar todo el odio, amargura, rencor y demás sentimientos que había albergado por tanto tiempo. Decidieron desquitarse con los más vulnerables, con los desprotegidos, los pobres, los débiles, los “de fuera”. Los culparon de su declive, los señalaron como la causa de todos sus problemas. Decidieron que debían deshacerse de ellos, echarlos a la calle sin contemplaciones. No importaba que ellos les hubieran trabajado por años y que hubieran sufrido mil y un abusos por parte de sus anfitriones. Quisieron seguir el ejemplo de sus vecinos al otro lado del océano. No aprendieron de los errores de la historia. Pasaron a ser victimarios. Se aliaron con naciones perversas y comenzaron a cavar su tumba.

Había una mujer, que si bien no era una santa, era la única que podía frenar a ese tipo nefasto, además de que era el menor de los males si se comparaba a los dos. La batalla fue cruenta y dura y se prolongaba la agonía de esa gran nación. Por todos lados corrían rumores, abundaban mentiras y ataques a traición. El hombre edificó una estatua de odio y sus seguidores le admiraron más. Pero lo lo idolatraron cuando prometió construir un muro que los separaría de sus vecinos indeseables del sur. En fin, llegó el día en que se determinaría quien sería el nuevo gobernante y el nada célebre ganador fue el hombre. La gente hizo gala de su ignorancia y estupidez, creyendo en las palabras de este tipo. Se dejaron lavar el cerebro y cedieron ante las dulces palabras del engañador sin saber lo que les esperaba. Sus seguidores lo defienden a capa y espada, justifican todo lo que dice y hace. Es como si los tuviera hipnotizados, como si los hubiera privado de su voluntad. No les importa que su nuevo líder tenga el alma negra y el corazón podrido. Tal vez sea porque ellos son exactamente iguales.

Nadie sabe lo que pasará. Nunca había sido tan grande nuestra incertidumbre. La historia se sigue escribiendo, pero ya no con gusto sino con miedo y un inmenso terror.